viernes, 6 de agosto de 2010

Lovecraft, otra vez...

Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.
(H.P. Lovecraft)
– Dónde estás. Hacia dónde te fuiste. Acaso te perdiste en las enredaderas de una muralla, o quizá, en tus deseos desguarnecidos. O fuiste el vientre crepuscular que un caracol trazó en las constelaciones de tus propias pupilas. ¿Te perdiste bajo el hechizo de tu propia pluma?. Tu extravío arbitrario cierra las puertas del sol y se pregunta dónde dejar la luna bermeja. Y debo ser el ladrón de la noche, tomar luciérnagas para encender mis ojos. Tal vez estés dibujando el vuelo de una mariposa lóbrega para tener así las líneas del menjunje para tu adormecimiento, o quizá estés a la orilla de un mar sereno. Pero lo más probable es que te estés retorciendo en el vientre de una bestia. Placenteramente, eso sí.
– Me he leído. He rebuscado el significado de los signos que en mí imperan. He hallado la catástrofe en el agujero de una hoja de papel. He removido los gusanos gordos con mi dedo, hasta hallar una verdadera oruga. Me la he tragado. Falazmente, la ilusión no era más que un vómito intestinal. Mientras viajaba, el paso del oxígeno parecía darle una simetría a mis oídos. El sonido me retorcía los sesos, los estiraba y los volvía a juntar. Pronto, bajaba, con los ojos estirados. El mismo espejo del cuento de Feniseo, se posaba con mi figura, le volví a sonreír. Retazos, otra vez. Al despertar, la caja musical seguía sonando con esa impúdica puta dando vueltas. Cada acorde era un cuchillo que cercenaba mis vísceras más interiores. Así que me decidí a caminar, pues era la única solución en un cuadro plano. En el camino, construí las líneas de una hierática perspectiva. Terminaban en el infinito. No terminaban. Me supe desesperado, en pánico. Desperté. La sangre no dejaba de salir de mi boca, de mis ojos. Quise regresar a la ilusión precedente. La sangre brotaba y nada más. Ese era todo el panorama. Grité, rasgué el piso, descubrí que el espacio era una celda cerrada y hexagonal. Razoné entonces que no era el único. La hemorragia se detuvo y me supe un feto en medio de su propio vómito. Al emerger a la vida, abrí los ojos, nuevamente. Era mi madre un insecto. Yo era un eremita. Me he leído. He rebuscado los signos que en mí imperan.
El eremita, trazó una línea más en la arena. Imploró a los dioses poder cerrar nuevamente los ojos. Su vigilia era su condena por jugar con las cuerdas. Todo era real. Lo sobrenatural no era más que la ruptura de una sola ley que resquebrajaba las leyes mortales, todo el universo. Decidió, entonces, errar por lo insólito, su sacrificio sería el del hijo de Phyton multiplicado cien veces. Así. Llegó a la locura. Su inmortalidad, su condena, lo había magullado. Pronto se descubrió como ser racional, pues en el vacío lo racional no tiene cabida. ¿Qué confundiría su mente, si no había nada que confundir? Al llegar a esta conclusión, tuvo acceso a una cuerda distinta. Ya no tenía “el don”. Nació humano. Ciertamente fue un ser normal; pero acaso en el mundo de los sueños, su pasado solía perseguirle. Apuntó algunas escenas que lo hicieron accidentalmente célebre. Fue considerado humano, después de todo. Cuando alguien le inquiría algo, él le decía con todo el alma, empuñando fuertemente las manos y con los ojos lúgubres: Juro que te voy a matar, sacaba fuerzas del alma, pese a que fue criado como una niña mujer. Fue humano.
Haré el conjuro y me adentraré en las ruinas de Cthulhu